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La repatriación simbólica de Fernando Túpac Amaru, el niño condenado al exilio perpetuo por la Corona española hace 240 años

La repatriación simbólica de Fernando Túpac Amaru, el niño condenado al exilio perpetuo por la Corona española hace 240 años

Los restos simbólicos de Fernando Túpac Amaru llegan a Perú, el pasado domingo.John Reyes Mejia (EFE)

Por Renzo Gómez Vega

Suenan pututus en el aeropuerto Jorge Chávez de Lima. En el hall de llegadas internacionales, una decena de mujeres, algunos varones y unos cuantos niños, vestidos con llicllas y ponchos andinos, están arrodillados, con la cabeza gacha, soplando las conchas de los moluscos, tal y como se hacía en los tiempos prehispánicos para anunciar que algo estaba por suceder. Frente a ellos, un hombre sostiene con las manos levantadas una urna de madera tallada con la imagen del sol y la luna. Son casi las tres de la mañana del último domingo y hace unos instantes acaba de descender un avión, procedente de Madrid, con un poco de cenizas.

“Saluden el paso de Fernando Túpac Amaru Bastidas, miembro de la familia que lanzó el primer grito de libertad en América. Él es el hijo que nos faltaba. El hijo que hará florecer un nuevo amanecer”, dice con devoción la actriz y educadora Ana Correa, una de las fundadoras del Warmikuna Raymi, el colectivo que se ha desvelado para recibir el cofre con los restos simbólicos de Fernando, el hijo menor de José Gabriel Túpac Amaru Noguera y Micaela Bastidas. El púber que a los 13 años, allá por 1781, fue obligado a ver el brutal asesinato de sus padres por orden de la Corona española.

Desde los andes peruanos, Túpac Amaru y Bastidas se levantaron contra la monarquía y la pusieron en aprietos durante algunos meses. Pero luego, tras ser capturados, fueron masacrados en la plaza de Armas del Cusco. A Bastidas le atenazaron el cuello, le dieron de garrotazos y patadas, y le cortaron la lengua. A Túpac Amaru lo apalearon, le cortaron la lengua y ataron sus extremidades a cuatro caballos para desmembrarlo vivo. Como no lo lograron debido a su fortaleza, le cortaron la cabeza. A los dos y a otros miembros más de la familia de Fernando los descuartizaron y esparcieron sus restos. El macabro espectáculo fue contemplado por el pueblo. El mensaje era estremecedor: si acaso se atrevían a rebelarse les pasaría lo mismo.

Fernanducha, como es llamado con cariño, inició una caminata interminable hacia Lima. Fue conducido a las mazmorras del castillo Real Felipe, en el Callao, donde permaneció hasta 1784 y luego fue condenado al exilio perpetuo en España. Murió en Madrid a los 30 años, en 1798, en la pobreza absoluta, implorando clemencia. Recibió estudios, pero se le negó el trabajo. Suplicó salud, pero no se le concedieron los cuidados adecuados. Expresó sus deseos de regresar a su patria, así como su lealtad a la Corona española en una decena de cartas, rescatadas hace poco por la editorial peruana Isole, pero a cambio solo recibió indiferencia.

Fernando Túpac Amaru fue enterrado en la parroquia de San Sebastián y allí permaneció hasta que en 1936 una bomba estalló en el cementerio, en plena Guerra Civil española. Sus restos, confundidos con los miles de cadáveres —entre los que se encontraban algunos ilustres como Lope de Vega—, fueron guardados en una bóveda, dentro de la cripta de la iglesia. Durante más de dos siglos su historia se mantuvo ausente de los relatos oficiales y su repatriación fue un asunto que solo le importó a unos pocos. Un reclamo centenario indígena que, como tantos otros, pasó desapercibido.

“No fue un acto de reparación”

Fue un economista español, Aldo Olcese Santonja, quien gestionó su regreso. Después de varias tentativas inútiles consiguió que el actual alcalde del Cusco, Luis Pantoja, y el Congreso se pusieran en marcha. El viernes 4 de abril, en una ceremonia discreta, sin prensa, Pantoja recibió en Madrid las cenizas de la bóveda de la parroquia de San Sebastián en un cofre. Restos simbólicos llamados tierra de asilo. Esa misma mañana la Embajada de Perú en España develó una placa con motivo de la entrega.

“No fue un acto de reparación ni se pidió perdón en nombre de España. Se intentó descafeinarlo. Incluso uno de los curas dijo que ya no miremos al pasado cuando en esta ciudad Fernando fue enterrado en vida. Es cierto que hubo pocos activistas, pero fue porque no hubo una convocatoria abierta. Se cuidaron las espaldas de una respuesta más política”, denunció uno de los presentes. Por otro lado, Olcese Santonja no pudo ser testigo de la repatriación. Murió de un infarto masivo a inicios del mes pasado.

Un grupo de activistas, radicados en Madrid, ha criticado la instrumentalización del acto y, además, ha remarcado el contexto político que lo rodea: “Si hoy, en lugar de polvo en una urna, llegara él, la dictadora Dina Boluarte sería la primera en bloquearle el paso y tratar de regresarlo a la celda madrileña donde pasó toda su corta vida. Tal vez no lo dejarían salir del aeropuerto Jorge Chávez, en Lima, por considerarlo un violento revoltoso, de los que han marchado en las tres tomas de Lima. Tal vez, si quisiera darse una vuelta por la plaza San Martín, la policía lo detendría por pisar el centro de la capital de su país, como han hecho con tantos peruanos y peruanas que, como él, han viajado hasta Lima para hacerse oír”.

Otras voces como las de Ana Correa, quien lideró la comitiva que madrugó en el aeropuerto de Lima, prefiere enfocarse más en la repatriación. “Nosotros hemos sido autoconvocadas. Nadie nos está manejando. Desde el 2012 trabajamos por la resignificación de la memoria histórica. Más allá de las opiniones en contra, considero que la energía abre los espacios necesarios. Y por fin Fernando está de vuelta. Tocar la urna fue como abrazarlo, como consolarlo en su dolor. De alguna manera nos dijo: ‘yo soy de todos’”, cuenta.

El anhelo de Fernando Túpac Amaru se cumplió póstumamente el domingo 6 de abril: sus restos simbólicos retornaron a Perú luego de 241 años. De Lima se dirigieron al Cusco, la tierra de sus padres. Una multitud rodeó el cofre del heredero de Túpac Amaru, quien afirmaba ser un descendiente directo del último inca de Vilcabamba. Lo pasearon por la misma plaza de Armas donde dos siglos atrás presenció el horror. Las cenizas llegaron a su destino y los pututus no dejaron de sonar en las esquinas donde alguna vez se asentó el imperio incaico.

Fuente: El País (España)


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